Aceptó perder su voz cuando tuvo un plan. Emplearía sus ojos, la cabeza, incluso podía utilizar sus dedos, aunque dolorosamente. Todos pusieron de su parte y tomando los gestos y sus propósitos como un juego, hasta llegaron a divertirse.
Al elevar su cama, orientada al ventanal, distinguía los árboles. Si sus medios precarios señalaban las hojas es que pedía una infusión. Les llevó tiempo distinguir si quería un té verde o una menta poleo. Si cerraba el puño alzándolo levemente hacia el árbol quería un té rojo. La noche tamborileaba sus ojos para pedir chocolate con churros. Apagar su mirada unos instantes significaba que sólo quería el cacao. El sol radiante demandaba fetuccini. La lluvia que acordaron serían el gris, era un prosecco cuyo sabor le devolvía a Venecia, donde corrió por última vez para alcanzar un vaporetto. Para el azul les socorrió un pajarito exótico escapado de alguna jaula y que encontró refugio en la terraza. Le llamaron Azulín y al señalarlo, sabían que pedía películas del mar. Cuando hinchaba su pecho rogaba una ensalada de tomate. El suspiro de un beso eran flores blancas, azúcar o nata. Una vez le llevaron fresas en forma de racimo, espolvoreadas y con un susto de leche condensada.
Con el tiempo, el código de colores se fue perfeccionando a la espera de los éxitos de la ciencia.
Julián, soy un elático que vuela. En sueños solo, para mi no placer
ResponderEliminarDespués de leerte, Julián, siempre cierro los ojos y me abandono a las sensaciones que contagias. Qué privilegio es verte por aquí. Un abrazo.
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