Pude escapar del convento gracias a las revueltas del grupo de los girondinos.
Me uní a un grupo que marchaba a París… París ojo del huracán, escaparate del hambre; donde los fastos de los opresores no tenían fin. Vagué por la ciudad huyendo del horror. Allí encontré a Pablo, hablaba de libertad, igualdad y fraternidad en la primavera después de liberar al rey.
Fue encarcelado y coincidimos en el juicio donde fue absuelto. No tenía miedo a la muerte, por eso era un hombre respetado y peligroso a la vez. Escribía sin parar día y noche, tenía una rara enfermedad en la piel que le producía sarpullidos y fiebre alta.
Me fui a vivir con él con la excusa de ayudarle a difundir sus proclamas a favor del pueblo. Recuerdo la primera noche que pasamos juntos. Desnudo, parecía una piel pegada a un cuerpo rendido a la enfermedad. Pero su voz templada sonó como una ola rompiendo el silencio, tierna como la de alguien que solo sabe amar:
- Eres la única luz que alumbra este negro ocaso antes de la fría noche. Deja que duerma bajo las caricias de tu pelo, que tus ojos iluminen mi ser; que tus labios vírgenes teñidos de revolución den esperanza a mi boca seca. –
Respondí entregando mi alma y mi cuerpo como si solo tuviese ese instante para vivir una primavera. Amanecimos desnudos en mitad de la Historia, solos; como únicos supervivientes a la locura de la Revolución. Pablo tosió y manchó el pañuelo de sangre, apenas pude oír sus últimas palabras: - ¡A moi, ma chère amie! -
Comprendí que su corazón no había podido resistir tanta felicidad. Y yo no quería una vida sin él; así que me vengué clavándole mi puñal lentamente hasta llegar a su corazón ya frío. Esperaría a que la guillotina mas pronto que tarde me reuniese con mi amado Jean-Paul.
17 Julio de 1793 Marie Anne Charlotte Corday