Hace unos días, recorriendo las calles del viejo Madrid, me topé con una vieja tienda de comestibles parecida aquellas que el siglo pasado llamábamos de “ultramarinos”. Entré por curiosidad. Observé que era muy parecida a la que recordaba de Vicente, el tendero de mi antiguo barrio de Tetuán: los productos, su exposición, el aroma…; incluso olía a bacalao seco como entonces. Me asombré al descubrir un gran molinillo de café manual, que aparentaba estar en buen uso, sobre un mostrador de madera oscura y gastada con una trampilla elevadiza por donde acababa de entrar una persona de cara bonachona que andaba lentamente. No me había recuperado de mi agradable sorpresa cuando, a un lado de la “tienda encantada”, vi un número de sacos de arpillera conteniendo legumbres y cereales a granel. No pude evitarlo e introduje mi brazo derecho en uno de ellos, tal y como solía hacer en aquellos inolvidables veranos en casa del abuelo en su almacén de trigo. La caricia del grano en mi piel me transporto a los felices años de mi niñez en el pueblo. El hombre me miró y sonrió al tiempo que me preguntó: “¿De qué pueblo es usted?"
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los olores nos transportan a vivencias vividas, este excelente relato me ha hecho recordar, en mi infancia y juventud vivida en una casa de payes, ayudando a las labores de la casa vacas, cerdos, caballos, gallinas, conejos, todos con su particular olor. Josep
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ResponderEliminarPrecioso relato que me traslada a mi niñez, en mi pueblo, donde mis padres tenían este tipo de tiendas en las que vendían prácticamente de todo. El olor del bacalao mezclado con los arenques y las aceitunas... Besos y abrazos
ResponderEliminarMuy evocador Antonio. Tu relato huele a campo y a niñez.
ResponderEliminarUn beso.