Mi profesión de enólogo empezó cuando terminé el bachillerato y comencé a reflexionar sobre lo que haría con mi vida. No me gustaban ni las matemáticas, ni el arte, ni ser soldado, los deportes y mucho menos político corrupto. Nada en mi corta vida me había llamado en exceso la atención. Bueno, sí, cuando fui monaguillo y tramaba probar el vino que D. Anselmo guardaba celosamente en la Eucaristía. Mis compañeros no se atrevían hacerlo, por aquello de que podría tratarse de la sangre del Señor. Un día lo degusté, a pesar de las advertencias y consecuencias funestas de mi recordado sacerdote, y todavía recuerdo aquel reguero de placer recorriendo mi garganta. He hecho decenas de cursillos, paladeado centenas de catas y estoy considerado una eminencia en testar los caldos de tan noble fruto. Sin embargo, todavía no he llegado a reconocer aquel vino de mi niñez. Me he preguntado mil veces de qué clase de uva se trataría: Garnacha, Mencía, Monastrell, Cabernet Sauvinon, Merlot…, hasta que me di cuenta que aquello que tomé por primera vez a escondidas y de forma delictiva, no debería ser de este mundo, sino que era vino celestial.
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Muy lindo, la transgresión que esplendido don celestial.
ResponderEliminarun abrazo
Entrañable relato. Cualquiera te regala un vino, menudo paladar el tuyo, jeje. Un beso
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