La claridad del nuevo día se iba dejando notar por la ventana, igual que mi estado onírico se transformaba lentamente en la consciencia habitual. Desde dentro de mi armazón de escayola esperaba con ilusión infantil aquella mañana soleada de sábado. Los hermanos no tenían colegio, papá vendría antes del trabajo y mamá me regalaría esa comida campestre que tanto me gustaba: tortilla de patatas, croquetas y filetes empanados. El hormigueo de mis pies era la señal de que la emoción y la impaciencia comenzaban a invadirme alegremente… De pronto una mano pequeña comenzó a deshacer mis trenzas. Era mi hermano menor que se atrincheraba junto a mí burlando la persecución de mi hermana que intentaba “ponerlo en órbita”. Ah! el retorno al bullicio familiar que tanto echaba de menos entre cristaleras y batas blancas…
El tiempo pasa volando: preparación de sombreritos para el sol, merenderas, manteles, sillas plegables, termos, mantitas, tortas y chocolate. Finalmente aquella mañana, una mañana cualquiera, se convertiría en uno de mis más bellos recuerdos. Por fin volvía a sentir los rayos de sol en mi cara…
Bonito relato, María, de bellos recuerdos asociados a un día, posiblemente, primaveral.
ResponderEliminar!Enhora buena!
Muchas gracias, Antonio.El despertar de la primavera de la vida.
ResponderEliminarMuchas gracias, Antonio.El despertar de la primavera de la vida.
ResponderEliminarTransmites muy bien en tu relato el bienestar del reencuentro con la familia y lo cierras con una de las mejores sensaciones que hay: los rayos del sol acariciando la cara. ¡Enhorabuena!
ResponderEliminarBelén