Cuando mis ojos sean niebla, mi paladar cartón, el oído preso de la paradoja del silencio y del ruido, la caricia huya o no huela el espliego… el sentido común apelará a un sexto sentido. Y oleré el café matutino, a mis hijos recién nacidos, las sábanas tendidas en un lecho de hierba…Veré el antifaz de jilguero que me disfrazaba en carnaval. Y el poema amarillo de los girasoles tras una muchacha de cabellos dorados y perlas de luna por ojos. Veré el mar cuando le devolví un pececillo maltrecho en su orilla. Tocaré la edad del tejo, me acariciará su sombra junto a la vieja ermita de nuestro pueblo. Acariciaré el perfil de los helechos, las manos ancianas, los senos amantes, volverá el sabor de la leche recién ordeñada, el cacao y el pan con mantequilla; la sangre de una reyerta estúpida... Mi memoria me traerá mieles de brezo, fresas sureñas, el chocolate de los domingos, un carmín colorao, el agua de los labios que me amaron…
Juan Gálvez escribía así y
ahora, cuando no recuerda su nombre y a toda mujer le pregunta si es su
hermana, saborea con picardía el chocolate mientras sus ojos merodean en
Begoña, su asistenta social, y le complace oírla anunciar que volvieron las
golondrinas. Se enternece cuando sus dedos cuidadosos mesan sus cabellos o deja
un beso de buenas noches en su tonsura de viejo.
Y respira, su memoria se
acuerda de respirar.
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