Desayunaba, me había levantado tarde y estaba
sola, sumida en un silencio envolvente. De repente un ruido me hace dirigir la
vista al pasillo: la puerta de la cámbara se abre sola, pienso que puede ser una
corriente de aire, aunque no es probable porque es una puerta vieja que hay que
empujar para abrir y cerrar, ya que está caída de un lado y se atasca. Al rato
miro y está cerrada. No puede ser...
A la
cámbara se accede por una escalera empinada que desde hace tiempo no puedo
subir. Cuando era pequeña me gustaba explorar sus tesoros: baúles con ropa y
bonitas cajas de hojalata que contenían fotografías antiguas, un alfiler con una
flor de azahar de boda de mi madre, insignias de guerra de mi padre, monedas,
estampas...
La habitación
donde desayunaba, en otro tiempo la tienda de mis padres, abierta al pasillo
por un mostrador de mármol verde, donde despachaban de todo, desde alpargatas
de esparto hasta arenques, aceitunas y copas de aguardiente para los
parroquianos.
Subida
al segundo peldaño de la apertura de la cámbara, observaba a mi padre conversar,
alegre, con esa risa que le salía de las tripas y avanzaba por todo su cuerpo.
Y me
sorprendo dialogando en mi interior con palabras que mi padre me inspira, como
si fuera el dios de la sabiduría y los sueños.