Miraba a mi madre y sentía que era mi abuela en otro final de año, tal
cual: sentada al lado de la ventana, lanzaba su mirada hacia la lejanía,
más allá de los árboles y del cielo, como si fuera una caña y quisiera
pescar algo... o a alguien que, indudablemente, por lo que leía en un
gesto de tierna nostalgía, quería ser atrapada. Con esa mirada profunda,
laberíntica y certera, intuitiva; penetrante e incisiva, calaba hasta
las entrañas del mundo antes de ser mundo, como un cirujano disecciona
el cuerpo humano y reconoce lo que encuentra y lo que no. Luego habló
para sí, aunque sabiendo que yo la observaba, algo apenas audible pero
que vino como una oleada de aire fresco a mis pulmones y vivificó mi
alma: "Todo está bien, todo está en paz".
Y sentada a la ventana estaba yo en este final de año, recordando y musitando: "Todo está bien, estoy en paz conmigo y con el mundo"; y mi hija percibió lo mismo que sentimos todas a lo largo de tantas generaciones... No se puede describir el placer de vernos danzar en su mirada.
Y sentada a la ventana estaba yo en este final de año, recordando y musitando: "Todo está bien, estoy en paz conmigo y con el mundo"; y mi hija percibió lo mismo que sentimos todas a lo largo de tantas generaciones... No se puede describir el placer de vernos danzar en su mirada.