El aliento sofocante de la canícula anima la pereza desde que amanece hasta los abrazos rosados del atardecer. Dos ríos paralelos desembocando en el mar de la fatiga.
La canícula también traza un paralelismo entre el soñar y el pensamiento; Doncel Vara insiste en que no es lo mismo comprender que entender. Corazón y alma para aquello, y hemisferios cerebrales para esto. Es su sentencia, mientras recuerda a Hölderlin que dijo, “el hombre es dios cuando sueña, pero sólo un mendigo cuando piensa”.
Ahora, recostado en la ancianidad de un roble de la carbayera gijonesa de Tragamón, Doncel, un hombre ni joven ni maduro, vamos, que vive entre Pinto y Valdemoro, rezonga junto al árbol. Ocupa su cabeza en interrogarse sobre la vida social de dos abejorros que zumban alrededor. O cuenta con los dedos las sílabas de un haiku con el que trata de comprender el amor entre una gota de agua y una brizna de hierba que llamaron su atención cerca de allí, en la fuente de Deva. Sin embargo, la frustración amenaza con naufragar el velero de su cabeza.
Entonces le acaricia una brisa fresca y Doncel Vara cede al pigazu. Durante esa breve siesta será el dios de Hölderlin.
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