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lunes, 27 de noviembre de 2023

04. Culo a babor. Antonio Nieto

  Recuerdo, gratamente, el tiempo de estudiante de náutica en la escuela de Cádiz. Entre las materias que estudiábamos: estiba, navegación, astronomía…, había una que me apasionaba y tenía que ver con la salud de la vida en el Mar. Venía a ser como una serie de instrucciones sanitarias prácticas para hacer frente a la cantidad de enfermedades, que los marinos de aquel tiempo sufríamos, al hacer escala en puertos dispares de todo el mundo: malaria, paludismo, elefantiasis genital, gonorrea…. Entonces los barcos hacían largas singladuras y en medio del océano había que apañárselas con el botiquín de abordo.

Años más tarde, ya a bordo de un barco, un día embarcó un tripulante en Canarias, que padecía una ligera gripe. Salimos del puerto con el a bordo y al cabo de unos días varios miembros de la tripulación empezaron a caer enfermos. Afortunadamente no fue mi caso, y por ello tuve que hacerme cargo de algo que nunca pensé: actuar de enfermero y médico, para una docena de miembros de la tripulación. Por radio nos dieron una serie de instrucciones consistentes, entre otras, las de inyectarles una dosis de penicilina diaria a todos ellos durante una semana.

En la escuela había hechos las prácticas de poner inyecciones usando una patata grande que dividía en cuatro sectores. El superior a la derecha al que llamé el nordeste, era el idóneo donde introducir la aguja y evitar el nervio ciático. El primer día pedí un voluntario para ser el primero en ser inyectado. Tengo que confesar que tuve que decir que tenía una gran experiencia, pero ninguno, a pesar de mis garantías se ofreció. No quedó mas remedio que ser yo quien eligiera a la primera víctima. 

Les hice que todos ellos me enseñaran el culo; no porque fuera un mirón o tener alguna tendencia sexual específica, sino porque quise hacer mi primera intervención en el área más grande y ganar confianza.

El elegido fue el contramaestre, el capataz de los marineros, quien a regañadientes aceptó. Desinfesté la jeringuilla y la aguja. La cargué con la penicilina y me dispuse a matar. Recuerdo la cara de terror de Joaquín, el contramaestre, y el grito que pegó cuando le hinqué la banderilla en su extensa posadera. 

Poco a poco fui cogiéndole el tranquillo y familiarizándome con la docena de culos que visitaba cada mañana. Me gané varios apodos que no quiero repetir aquí, pero al cabo de una semana todos ellos estaban recuperados.


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