Un frío espantoso. Mortal. Scott y sus compañeros erraron eligiendo ponis para sus trineos, llegando al Polo Sur treinta días después de Roald Admunsen, el primer ser humano en alcanzar ese punto magnético. La clave de su éxito: los perros. Sobrevivió, no como los británicos, hallados algunos en una mortaja de hielo y nieve. Leyendo Momentos estelares de la Humanidad, siendo adolescente, se prometió que haría ese viaje y que seguiría vivo.
Su afición por los globos la agradecía a Julio Verne, y que el Nautilus albergara una magnifica biblioteca. Le costó conciliar el sueño por culpa del orangután de los espantosos Crímenes de la calle Morge. Si le gustaban los olmos, fue porque Joan Manuel Serrat cantó a un poeta andaluz su Cristo crucificado y esos árboles cercanos a los ríos. Y si se decidió a escribir fue por la misma razón que el Martin Eden de Jack London, una muchacha que peinaba ondas de oro hasta los hombros e iluminaba con grandes pendientes redondos de plata.
Si fuera viejo, pensó, ósea, sin deseos de aprender ni emocionarse todavía cuando liban las abejas o florecen las chiribitas, sembraré las doce bibliotecas de mi ciudad con mis libros preferidos. Sería como El hombre que plantaba árboles en el cuento de Giono.
En todos dejó por firma el primer verso de La voz a ti debida, “tú vives siempre en tus actos”, y él seguiría viviendo en los ojos que leyeran esos libros. La siembra sería larga…