Desde tiempos inmemoriales, los vampiros hemos vivido escondidos en lugares recónditos e inaccesibles porque, para nosotros, nunca ha sido fácil comer. Pero todo cambió cuando mi tío Frank, a mediados del siglo XX, y para espanto de los viejos jerarcas, se mudó a una gran ciudad. Los ancianos le advirtieron de los peligros del exceso de gente, de luces, de coches, pero desoyó advertencias y consejos y se estableció en pleno centro de Londres.
Al poco tiempo, convocó a la familia, pletórico, exultante, “tenéis que venir”, nos dijo, “he descubierto restaurantes para vampiros donde siempre hay comida fresca, variada y disponible. Había oído hablar de la bondad humana, pero esto sobrepasa lo increíble. ¡Se acabaron el riesgo y el hambre!”.
Extrañados, nos reunimos. Debatimos, sospechamos, temimos que fuera alguna broma de las suyas, pero aún así, decidimos aventurarnos y volar hasta su casa.
Llegamos al despuntar el alba y nos echamos a dormir. Al anochecer, nos reunió en el salón y después de saludos, abrazos, cotilleos y rugidos de estómago, mi tío subió las persianas de la ventana y todos pudimos leer las enormes letras de neón que coronaban un enorme edificio:
- CENTRO DE DONACIÓN Y TRANSFUSIÓN DE SANGRE
Jajajaja, buenísimo tu relato Rosa. Muy divertido y el final estupendo.Puedo imaginar la cara de todos los miembros de la familia mirando extasiados ese cartel. Casi me han entrado ganas de dejarme morder y convertirme en vampira.
ResponderEliminarYa imagino las caras de felicidad, supermercados vampíricos donde se vende todo ya envasado, jaja. Ya ni esto es lo que era, Rosa. Muy imaginativa, como siempre.
ResponderEliminarLo tengo que imprimir y llevar ahora que me toca donar sangre en Valdebernardo... se van mear de risa (con perdón)
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