Lo sé, siempre que nieva en navidad me acuerdo de aquella nochebuena y lo cuento. A decir verdad, también lo cuento aunque no nieve. Me repito una vez al año.
Estábamos en el primer plato de la cena, en la lombarda rehogada con ajo y salpicada de piñones. Más morada en el plato de mi hermana y mío y más rosada en el de mis padres porque les gustaba echar un chorreoncito de vinagre que aclaraba el tono de la verdura. En esos colores estábamos cuando oímos unos ladridos en la puerta. Me asomé corriendo a la ventana (a los 10 años corría siempre y por todo). No se veía nada. El jardín estaba oscuro. Los ladridos persistían. Nos levantamos todos de la mesa y fuimos a mirar. Mi padre encabezaba la comitiva y abrió la puerta del jardín. Aquel animal blanco con dos manchas beige, como si le hubiesen caído dos gotas de café con leche en el lomo; ojos lastimeros; orejas gachas, salvo en estado de alerta y de dos palmos de alto, se metió entre las piernas de mi madre, las de mi hermana y las mías y entró, como Pedro por su casa, hasta el comedor. Cuando llegamos los cuatro en fila india, ahí estaba La Blanqui subida en el sillón, olisqueando la verdura pero esperando un segundo plato de carne más acorde a sus incisivos y sus caninos.
No dimos crédito a cómo consiguió con apenas 3 años de edad escapar de la perrera y caminar con la nieve los 15 km que la separaban de nuestra casa. Probablemente el espíritu de la navidad la llevó en volandas.
Blanqui, por supuesto, no volvió a las abominables jaulas de la perrera porque prometió y prometí a mi padre que no volvería a abrir ninguna conejera ni a hacer ningún estropicio. No se zamparía ningún gazapo salvo la tajada que esperaba ansiosa tras el primer plato de lombarda en cada nochebuena.