Jaime Ríos hizo lo que tenía que hacer, sujetando como pudo su corazón desecho.
Miró al cielo y vio como cambiaban de color las nubes de blancos a ocres, silenciosamente. Trayéndole recuerdos de su infancia. El olor del tren expreso esperando para partir...en la estación del Norte -.
Aquellos días felices en las playas de Lugo, descubriendo a qué sabe el mar.
El azul del mar es tan grande y salvaje que una vida no basta para llegar a entenderlo; y sin embargo su eco cabe en una caracola.
- Ella no me enseñó a nadar. - Ella no nadaba.
Entonces decidió escribir un poema o lo que surgiera, para aferrarse a él como un náufrago y sobrevivir.
- Ella no escribía poesías. - Recordó con melancolía.
-A veces sentí celos de la gata que acariciaba por la noche. -
Jaime Ríos sonrió, con las imágenes de unos pollitos salidos del cascarón, en el regazo de su madre; como si fuera una gallina.
Estaba preocupado. ¿Sería capaz de desprenderse de la ropa que aun olía a Ella? Su estómago era una hoguera llena del ayer.
Recordó que su madre boxeó con la vida hasta el final. Se levantó y se puso los guantes de Ella.