Un apacible día de verano a las afueras de una ciudad de provincias. Un antiguo palacete con jardines a la entrada, un huerto, el resto de la extensa finca con arbolado, y todo cercado por un alto muro de piedra. Ajetreo en los alrededores de la casa: deambular de hombres y mujeres de todas las edades, por lo general en solitario; algunos se saludan, aparentan conocerse, pero sus miradas ausentes parecen enfocar otro escenario. Entre ellos se dejan ver individuos de bata blanca, con aspecto más resuelto en el andar y en sus gestos.
En un pequeño apartado del jardín, cercano a la casa, hay instalado un panel donde proyectan una película: Candilejas, de Charles Chaplin.
La música que brota del violín como un manantial de luces, salpica los corazones mudos de los espectadores, floreciendo perlas en los ojos de aquellos ausentes. Quizá las lagunas que los contenían se inundaron de llanto fructífero…
Alguien grita: ¡Corten!
Pero ya no pudieron detener la locura de tanto cuerdo suelto corriendo en dirección a la salida. Los médicos y enfermeras todavía los buscan, aunque quizá nunca los reconozcan.